lunes, 16 de junio de 2025

La Dama del Retorno

 

"La Dama del Retorno"

En un tiempo cíclico que no es el de los relojes, sino el de los mitos y las profundidades del alma colectiva, la historia vuelve a escribir su designio con tinta ardiente sobre la piel de un pueblo. La multitud murmura, los medios vociferan, los jueces dictan, y una mujer, envuelta en su propio silencio, es conducida hacia el hogar vuelto prisión. Su nombre ya es símbolo: Cristina. Su figura, dividida en la pasión de los fieles y el rechazo de los detractores, no pertenece ya solo al presente, sino que habita en los pliegues sin tiempo del imaginario argentino.

Como Cristo en el  calvario, Cristina es llevada por una fuerza que no solo busca castigar, sino purificar un relato nacional. No es solo una figura de la política: es un arquetipo. El de la Madre, la Reina, la Rebelde, la Sabia, la Hereje. Su calvario, entonces, no es solo personal, sino profundamente simbólico: el sacrificio de una figura que carga, con las tensiones no resueltas de una sociedad que proyecta en ella su sombra.

El eco del 17 de octubre de 1945 resuena como un tambor lejano. Aquel día, un pueblo cruzó el umbral entre la obediencia y la insurrección. La prisión de Perón no fue el fin de su poder, sino su transfiguración en mito. El cuerpo encerrado abrió paso al símbolo liberado. Y así, como en un eterno retorno, el ciclo se reinicia: la figura encerrada se convierte en bandera, el enemigo del sistema se vuelve su centro, el cuerpo castigado se eleva como figura redentora.

Jung nos enseñó que los grandes relatos se repiten porque habitan en lo profundo del alma humana. Cristina encarna la figura del héroe sacrificado, una mezcla de Prometeo encadenado y María Dolorosa. Su destino —más allá de toda interpretación jurídica— activa una resonancia simbólica: el retorno del deseo popular de reparación, de justicia, de identificación.

En el acto de llevarla al cadalso mediático y judicial, la sociedad argentina se ve a sí misma dividida: unos celebran la caída del monstruo, otros lloran la persecución de la santa. Pero en ambos casos, la reacción no es racional, sino arquetípica. El inconsciente colectivo vibra con las viejas estructuras: redención, traición, sacrificio, resurrección.

El eterno retorno como prueba ética y política

Nietzsche, con su eterno retorno, no sólo propuso una cosmología, sino un desafío: ¿podrías vivir esta vida una y otra vez, tal como es? Cristina, como figura histórica, es sometida a esta prueba. Cada palabra, cada decisión, cada batalla política, se repite simbólicamente ante la mirada colectiva. ¿Y si todo esto ya ocurrió? ¿Y si lo que vivimos es otra vuelta del espiral que sube o desciende según cómo se afronte?

El pueblo, al recordar a Perón preso en la isla, al evocar los pasos de millones hacia Plaza de Mayo, se enfrenta con su propio mito. La figura de la líder encerrada no es nueva: es la confirmación de que los ciclos no terminan, solo se transforman. Tal vez, como en los antiguos ritos de muerte y renacimiento, la prisión sea solo el umbral de otro 17 de octubre.

Cristina no  sufre su destino, sino que lo afirma.  Incluso si este destino incluye la traición, el juicio, el dolor. Como Cristo que abraza la cruz, como Perón que espera en la cárcel, como cualquier figura mítica que sabe que la oscuridad es parte del camino hacia la transfiguración.

Y así, en este tiempo circular, Argentina vuelve a enfrentarse con sus propios fantasmas, con sus figuras redentoras y con su compulsión a repetir. Pero si el eterno retorno es más que repetición, si es también una prueba ética, entonces hay una oportunidad de transformación. No se trata de que vuelva Perón, ni que Cristina resucite como mito, sino de que el pueblo —al recordar— despierte.

Tras el encierro, vendrá el silencio. Un silencio espeso, colectivo, incómodo. La figura de Cristina empezará a crecer. Los mismos que la condenaron, la nombrarán sin nombrarla, como si su proscripción les resultara demasiado significativa.  

Su nombre arderá en la noche oscura de los tiempos por venir.

Como en un banquete de cuerpos y pantallas, de micrófonos encendidos y lenguas sueltas, querrán devorarla. Columnistas, políticos, jueces, opinadores, incluso antiguos aliados: todos participarán del ritual arcaico. Cristina fue carne simbólica. Fue desmenuzada en frases, en expedientes, en ironías, en titulares. Como el padre primigenio de la horda en Tótem y Tabú, fue destruida por el mismo grupo que la había erigido como figura central. No por odio solamente, sino por una pulsión más profunda: la necesidad de aniquilar al que concentra el poder, para poder repartirlo simbólicamente entre los miembros del clan.

Pero Freud advertía: tras la satisfacción del banquete, viene la culpa.

El pueblo —fragmentado, cansado, escéptico— sentirá el vacío. No el de la líder caída, sino el del sacrificio. Porque al devorarla simbólicamente, no solo se elimina a una figura de poder: se rompe un lazo psíquico ancestral. Cristina es la madre terrible y protectora, la que da y quita. Su caída es ante todo arquetípica. Y eso dejará un vacío más doloroso que el de  la ideología.

La culpa no es un error: es un recordatorio.

Como en la tragedia griega, el héroe debía cumplir su destino para que el pueblo entendiera el alcance de sus propios actos. La comunidad no puede redimirse hasta que no reconoce que ha sacrificado algo sagrado. Como advierte Nietzsche, sólo quien acepta su destino completamente, puede transformarlo. Y aquí se cumple el eterno retorno: no basta con repetir el ciclo. Hay que despertar dentro de él.

Pero lo reprimido —nos dice Freud— siempre retorna. El tótem, una vez sacrificado, se convierte en ley, en símbolo, en guía futura. Cristina, devorada, se volverá omnipresente. Su nombre dejará de ser sólo político para ser mítico. Se transformará en relato, en consigna, en presencia fantasmal que acecha en cada crisis, en cada injusticia, en cada promesa no cumplida. El clan ha devorado su carne, pero ahora cargará con su espíritu.

Y ahí, en esa culpa estructural, puede surgir la oportunidad de transformación.

La Argentina es una nación que ha sacrificado a sus figuras fundacionales muchas veces: San Martín, Dorrego, Rosas, Yrigoyen, Evita, Perón, Alfonsín, Néstor y  Diego… Y ahora Cristina. Cada sacrificio deja una herida abierta. Pero también, si se mira con profundidad, deja un aprendizaje posible: el de integrar el arquetipo en lugar de matarlo. El amor fati nietzscheano, el despertar del dolor freudiano y el símbolo jungiano se cruzan: quizá solo aceptando el ciclo e integrándose en él, pueda el pueblo encontrar una salida.

Cristina ya no es Cristina. Es el espejo en que se mira una sociedad dividida consigo misma, incapaz de decidir si quiere emanciparse o depender, rebelarse o venerar, castigar o salvar. El banquete totémico ha pasado. Ahora solo queda el eco del acto, y la posibilidad de que el pueblo, como sujeto colectivo, atraviese su proceso de redención.

Porque, como decía Jung, “no hay despertar de la conciencia sin dolor”, o como nos recordaba Nietzsche: “Lo que no nos mata, nos fortalece”.