Ya los describía Foucault el siglo pasado, pero ahora con el agregado de todos los dispositivos que la modernidad ha sabido instalar como mecanismos de subjetivación e interiorización de nuevas formas de vida a través de las pantallas. No es menor el hecho de la algoritmización de todo lo vital. Las personas ya dejan de relacionarse cara a cara, todos los encuentros comienzan a estar mediados por pantallas, y el algoritmo captura cada flujo disidente para volverlo al cauce del flujo principal. Esta es una trama global, en la que difícilmente encontremos soluciones locales.
Tal vez haya que llegar hasta el final del recorrido, al colapso mismo de toda esta locura para empezar de nuevo. si es que aún quedan con quiénes o cosas con qué empezar.
Confío en que la vida y la inteligencia siempre se abren paso. Este es el gran dilema que enfrentamos ahora: si nos destruimos entre todos como una supernova que estalla por la concentración de materia y energía en su propio centro o nos disponemos a que el estallido abra la posibilidad de nuevas formas de vida más plenas y justas para todos. Creo yo que es un dilema civilizatorio y antropológico además de un dilema patriótico nacional y coyuntural.
Se trata de calculados mecanismos de disciplinamiento y docilización de los cuerpos y los espíritus, un proceso que Foucault describió con lucidez en el siglo pasado. Sin embargo, el panorama actual se ha complejizado de manera radical con la instauración de lo que Eric Sadin identifica como la tiranía de los algoritmos y el surgimiento de una Inteligencia Artificial orientada a la gobernanza de la vida. Ya no se trata solo de instituciones que disciplinan, sino de un régimen de verdad numérico que pretende cuantificar, predecir y administrar cada aspecto de lo humano, desde nuestros deseos hasta nuestras conductas sociales.
La modernidad ha instalado dispositivos de subjetivación e interiorización de nuevas formas de vida a través de las pantallas, pero ahora, con la algoritmización de lo vital, asistimos a una mutación profunda. Como señala Sadin, la IA no es una herramienta neutral; es un sistema de autoridad epistemológica que, bajo la promesa de la optimización y la personalización, instituye una lógica de la previsión total. Este sistema nos somete a un exceso constante, donde cada clic, cada búsqueda, cada latido es capturado y analizado para dirigirnos —con suavidad y eficiencia— hacia los cauces de un flujo principal homogenizante. Las personas no solo dejan de relacionarse cara a cara; sus encuentros, e incluso sus afectos, son mediados y modulados por plataformas que convierten la experiencia en un conjunto de datos procesables.
En este contexto, la disidencia deviene un mero ruido dentro del sistema, el flujo que el algoritmo es capaz de absorber, reinterpretar y reconducir hacia la norma, neutralizando su potencial transformador. Es aquí donde la noción de Hipnocracia, desarrollada por Franco Colamedicci, revela su pertinencia. Si la biopolítica de Foucault administraba la vida, la Hipnocracia representa una fase superior: un poder que no se contenta con gestionar la existencia, sino que busca producir una sujeción a través del deseo y la fascinación. Es el sueño inducido, un estado de somnolencia placentera en el que el individuo, hipnotizado por el flujo constante de estímulos y satisfacciones inmediatas, renuncia voluntariamente a su autonomía y se adhiere con fervor a sus cadenas.
Este es un proceso global, como un sistema inmunológico planetario que anula cualquier solución local. La algoritmización y la hipnocracia operan en una escala que trasciende fronteras, haciendo que cualquier intento de fuga parezca condenado a ser reintegrado o marginado.
Tal vez sea necesario llegar hasta el fin de este proceso, al colapso mismo de toda esta locura, para poder empezar de nuevo. Quizás solo una implosión de la hiperconexión, una crisis del algoritmo mismo o una catástrofe de magnitud absoluta puedan abrir la puerta a un recomienzo. Siempre y cuando, claro, queden tras el naufragio trazas de humanidad y mundos comunes desde los cuales reconstruir.
Frente a este panorama, confiar en que la vida y la inteligencia siempre se abren paso se convierte en un acto de resistencia. Este es el gran dilema civilizatorio que enfrentamos ahora: la disyuntiva ante el colapso . Por un lado, la destrucción entre todos, como una supernova que estalla por la concentración insostenible de materia y energía en su propio centro —la hiper-concentración de datos, control y poder en manos de unas pocas plataformas globales, estados y corporaciones—. Por el otro, la posibilidad de que el estallido sea liberador, que disperse los fragmentos de este orden hipnócrata y algorítmico, y abra espacio a la emergencia de formas de vida más plenas, justas y auténticamente comunitarias.
No se trata solo de un dilema político o económico; es un dilema antropológico, que cuestiona la esencia misma de lo humano, y un dilema civilizatorio, que definirá el arco de nuestro futuro común. La batalla no es solo contra la vigilancia, sino contra el hechizo, no solo contra la disciplina, sino contra la seducción que nos invita a claudicar de nuestra propia soberanía existencial.
