Diario de Tesis
Somos esto que está
sucediendo mientras nos derretimos al
calor de rutinas.
Esta sucesión de fenómenos, este
discurrir de la conciencia en cada rincón, estas pequeñas cosas que nos rodean.
Esta taza de té con leche, esta
tabla ausente de tostadas, este teléfono mudo, el ladrido distante del perro
ansioso alternando con el susurro del gas quemándose en el radiador.
Me sumerjo en el hábito constante
de lo mismo, solo apenas reciclado por algún estertor de lo nuevo: un nuevo
tilde en la solapa de correos que anuncia alguna urgencia vana, algo nuevo
entre los pixeles que se re-acomodan en la pantalla como el universo a mi alrededor.
Esta enorme ventaja de poder
dominar un plano hasta su último punto, esta ventaja de pantallas plenamente
dóciles a nuestros deseos, donde cada punto puede ser perfectamente ordenado
para representar el sueño moderno de triunfo sobre el caos, sobre toda la
indeterminación de la que somos víctimas fatales.
Me venció el sueño y no pude
derrotar al impulso de dejar de ser productivo, de sumergirme en alguna forma
de inconsciencia que me arranque de la realidad.
Debo finalmente entregar mi
tesis, ese texto aberrante que concluye tres años de cursos y seminarios para
obtener un escalafón más en la jerarquía académica, en el ejército del
conocimiento, estos cuarteles sin fusiles ni botas pero con mucha autoridad.
Sé que prefiero los claustros
académicos a las fábricas u oficinas, los prefiero a casi cualquier otra
institución humana, y para seguir paseándome entre sus pasillos haciendo la
parodia del profesor debería ahora seguir escribiendo afirmaciones estridentes,
hojas y hojas de textos aburridísimos, cuando solo tengo dudas y presagios, y no sé cómo cambiar esto, cómo disfrutar el
hecho de escribir algo que en verdad sienta que valga la pena.
Para ello debería tal vez dejar
de quejarme, dejar de entregarme a la complacencia de pensar desde esta
posición tan contemplativa mientras todo se derrumba a mí alrededor para
fundirse en nuevos soles que aún no puedo sospechar.
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